El color amarillo del olvido
Hace unos años, en una de mis tantas visitas a Chile, estuve en lo que fue la Feria del Libro de Quilpué. El evento se realizó en una carpa enorme que se puso en el medio de la plaza y el motivo por el que fui era el de ver la presentación del libro de mi amigo Andrés Rodríguez Aranís, “Poemas desde la ciudad villana”. Concluida, me puse a hurgar en los puestos que había la producción de los autores locales. Y mi atención se centró en un libro editado de manera simple, de pocas páginas y tapa amarilla.
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No recuerdo el título del libro, pero sí el subtítulo: Recuerdos… Así, con puntos suspensivos. No me llamó mucho la atención, pero cuando levanté la vista delante de mí estaba la autora: una señora muy mayor que estaba acompañada de otras amigas escritoras mientras comía una empanada. Comprendí en ese momento que lo que para mí era una simple ojeada a un libro, posiblemente para ella era un trabajo de mucho tiempo. Escribir memorias o una serie de recuerdos de tu vida y que los publiques a la espera de uno o varios lectores no es algo fácil. Esa señora, de la que no recuerdo su nombre, había hecho algo importante para ella. Y no sé bien qué sensación se habrá pasado por mi cabeza en ese momento, pero me decidí a comprar el libro por ese trabajo, por esa dedicación. Ignorando si en verdad sus memorias valían la pena o no. Después, como me pasó otras veces, extravié el libro.
Así como ella, montones de veces me ha pasado de encontrarme con la imagen del escritor sentado solo en la Feria del Libro esperando por algún lector mientras miles de personas pasan a su lado ignorando su presencia. Esos momentos de esperable decepción son la permanente dentro del mundo de la literatura. Nadie tiene con su primer libro centenares de lectores. Ni siquiera Borges empezó siendo conocido. Y la misma fama le tardó más de veinte años de constante publicación. Él siempre decía que tras el primer año de haber lanzado los ensayos de “Historia de la Eternidad”, su editor le dijo que había vendido 37 ejemplares. Y esa cifra lejos de avergonzarlo lo alegró porque podía adivinar 37 rostros que tenían su libro, en vez de los mil o dos mil que supone un mediano éxito.
Durante mucho tiempo viví la experiencia de la FLIA, ese hermoso evento que agrupaba a centenares de escritores que dejaban en una mesita sus propias producciones: así conocí a artistas increíbles y personas hermosas como Ioshua, Guillermo de Posfay, Inés Púrpura, Dafne Mociulsky, Carlos Gallegos. Es decir, la experiencia del libro me daba el pie para encontrar gente que era tan interesante como su literatura. Ese tipo de experiencias solamente pude haberlas vivido si me acercaba al artista que me ofrecía su libro.
Publicar un libro es una de las experiencias más maravillosas de toda persona, y sobre todo cuando es tu primer volumen. Ver tu nombre impreso sobre una tapa es un orgullo especial, acariciar las hojas, oler la tinta, mirar lo que escribiste durante horas y horas de desvelo. Pero nadie te dice que publicar un libro también lleva una hermosa responsabilidad como la de hacerte conocer y respetar. Y que muchas veces el libro puede seguir una vida que ni vos mismo esperas.
Cada vez que encuentro una mesa de saldos en alguna librería de Corrientes empiezo a mancharme los dedos en busca de alguna joyita escondida, que por suerte hay a montones. Sin embargo, en esa recorrida observo libros olvidados de autores también olvidados. Algunos tienen pocos años, pero otros comienzan a ponerse del color amarillo del olvido. Algunos fueron leídos y subrayados, otros firmados por el mismo escritor, otros no tienen nada.
En una de esas infinitas caminatas, mis dedos estaban hurgando los libros de saldo de una tienda en Constitución cuando de pronto una imagen conocida por mí apareció ante mis ojos. Era el clásico grabado de Goya “El sueño de la razón produce monstruos” que formaba parte de la tapa de un libro. En la parte superior decía “La naturaleza de los latidos” y debajo “Julián Marcel”.
Yo también soy uno de esos autores olvidados por las manos de los lectores. Por esos autores y por esos hipotéticos lectores sigo escribiendo, aunque nadie me termine leyendo y los libros sigan juntando polvo que solo el viento limpiará.
Algunas recomendaciones
Motivado por el consumo repetido de La última página junto con el profesor Sebastián Porrini, compré con previo fervor “Y todo el resto es silencio”, el libro editado en 2019 por Diego Ortega Servian acerca de la obra de William Shakespeare a través del análisis de cuatro tragedias y una comedia. El libro es un prolijo intento de acercarnos a una lectura universal de la obra del bardo inglés, considerando las temáticas atemporales que la integran. Ortega elige Hamlet, Macbeth, Rey Lear, Otelo y La Tempestad, pero está en el lector elegir las restantes tragedias y comedias para completar el análisis tomando como base esta lectura. Las obras, sin embargo, no son elegidas al azar. El mismo Ortega lo explica en la página 56 cuando escribe en la parte dedicada a Macbeth: “todo desorden en la armonía de las esferas superiores, tiene su proyección en el mundo de los hombres”. La obra de Shakespeare se sitúa en un momento histórico determinado que, al comprender su contexto, hace importante su lectura revolucionaria. Eso Ortega lo sabe y lo explica. He ahí el gran acierto de su volumen, que pueden comprarlo acá.
Hace rato que estoy podrido de esa frase vacía que dice que ya nadie saca buenos discos en Argentina. Más allá de lo intencionalmente provocadora de la frase, la verdad que hay muchísimas bandas que siguen componiendo y sacando discos con ideas más que interesantes. Uno de esos grupos es Ekathé, banda de la ciudad de Buenos Aires formada por Javier Müller (saxo alto), Tomás Torres (guitarra), Nicolás Pons (bajo), Pablo Barone (teclados) e Ivan Marcori (batería) quienes hace pocos meses lanzaron su espectacular segundo trabajo titulado “1686”. Con semejantes partes de jazz y de funk, el grupo es parte de un sonido que fácilmente los encasilla con talentos al estilo BadBadNotGood o el local Cirilo Fernández. El grupo nació en el año 2020 y ya en su primer disco (“Ekathé” de 2022) se puede escuchar este mismo sonido que los hace separar del resto del más que notable mundo del jazz argentino. El aura de Spinetta no solo está presente en el nombre, sino también en la estética sonora que remite al Flaco de la época de “A 18’ del sol”. Este segundo disco dura apenas 33 minutos: si me decían que duraba el doble no lo iba a notar porque la música te deja llevar como el agua. “Lanchero”, “Fiji”, “La paciencia” y “Niños Galaxy” son mis temas predilectos.
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Esta fue una nueva entrega de “No quiero hacer la cama”, espero que lo hayas disfrutado.
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Nos vemos en pocos días.
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