A veces las redes sociales te tiran algunas ideas que son interesantes para escribir porque destapan recuerdos específicos. Me pasó hace pocos días cuando mirando stories en mi Instagram personal encontré uno de esos “retos” que era la de subir una canción por día que responda a una sensación especial. En este caso eran ocho que consignaban “una canción que te gustaría que te dediquen”, “una canción que odies”, “una canción con la inicial de tu nombre” y más.
Y dentro de esa lista había una que decía “una canción que te haga recordar a alguien importante” y en vez de hacer hincapié en una canción puse “El último café” por Julio Sosa. Primero porque ese es el tango que más me gusta y en especial porque Sosa era el cantor favorito de mi viejo. Toda mi vida con él siempre me recordó que lo era argumentando algo que muchos repetían: “canta las canciones como si les hubiese pasado”. Alguna vez llegó a conocerlo personalmente en un carnaval cuando se lo cruzó con un amigo y él les dijo “se puso linda la milonga, muchachos”, mientras lo miraban absortos.
Con esto quiero decir que hay canciones que te llevan a un espacio de tus recuerdos que, muchas veces, no tienen nada que ver con lo que se cuenta. Del mismo modo que Proust o el crítico gastronómico de Ratatouille activan sus recuerdos probando comida, las canciones también tienen un prodigio que nos despiertan de este sueño de la realidad para caminar por nuestra historia.
Desde hace algunos años empiezo a mirar con mucha nostalgia y felicidad distintos momentos de mi infancia y adolescencia, y hay ciertas canciones que activan mi memoria para recuerdos determinados, que no tengan algo destacable en especial, sino que son eso: fragmentos de mi vida que guardo por alguna razón.
Cuando era chico, hice la primaria a la mañana al igual que mi hermano: y recuerdo que una vez que comprado el mini componente para escuchar CDs (y cuyo primer disco era “Native Tongue” de Poison), él puso muchas veces uno que le gustaba: “Bang Bang, estás liquidado” de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Y hay una canción de esas nueve que cada vez que la escucho, me veo a mi mismo acostado en la cama, abrigado por el frío, pero con ganas de empezar el día: “Nadie es perfecto”. El riff de guitarra de Skay y el golpe de batería más el ritmo stone de la canción me ponían de buen humor, de manera inexplicable. El CD, que salió en 1989, lo veníamos escuchando seguido hasta que un día paró en la casa de una ex pareja de mi hermano. Nunca más lo volví a ver. Al CD, claro.
La formación musical de una persona se gesta en los primeros 15 o 16 años. La música, al principio, es como una ciudad infinita en la que queres entrar en todas las puertas que están abiertas. Después, algunas te llaman la atención y otras no. Hubo géneros a los que tardé años en entrar para escuchar y otros me atraparon desde el primer acorde. No recuerdo la primera vez que escuché “Come as you are” de Nirvana, pero sí sé que mi vida cambió en aspectos musicales al entrar de lleno en Nevermind. No fue “Smells Like Teen Spirit”, sino el tercer tema del disco el que me despertó de un letargo que estaba ubicado en FM Hit. Debió ser la melodía, el sonido extraño de la guitarra, el que sea un tema más moderado que los otros dos de ese disco, etcétera. No importa. Fue ese tema. Sin entender nada, y sin saber qué iba a venir después, empecé a caminar mi propio camino musical.
A mis trece años, cuando había cambiado de escuela, recuerdo haberme terminado de cambiar y ponerme el delantal para irme a tomar el colectivo cuando en “¿Cuál es?” Mario Pergolini cerró la primera parte del programa diciendo “Muy buenos días a todos” y sonó una extraña melodía, algo cortada, pero que reconocí por el golpe seco de la batería. Era Led Zeppelin. Si bien ya conocía a la banda y me gustaban las canciones que había escuchado, esa en especial me sorprendió. No supe sino años después que se llamaba “Kashmir” (sepan entender, centennials, nací y me desarrollé en una época donde todavía no había internet). Durante ocho minutos y medio me quedé mirando el radiograbador de la casa como si fuera un oráculo y sentí la voz de Plant, la orquesta de cuerdas, la batería de Bonham y la emoción de estar escuchando algo por primera vez y que me demostraba lo fascinante de la música. Las canciones de ellos que había escuchado fueron un preparativo para ese momento: a partir de ahí Led Zeppelin sería parte imborrable de mi vida, y aún hoy lo sigue siendo. Aunque pueda estar años sin escucharlos, cuando vuelvo a uno de sus discos sigo siendo el de ese día que los oyó en Rock & Pop.
Durante algunos años, cuando se inauguró el Carrefour de Moreno, hubo espacios dedicados a libros y discos que estaban a un buen precio, y que nunca me compré, como “Alma de Diamante” de Spinetta Jade, una edición doble en cassette de “Yo no quiero volverme tan loco” de Serú Girán. Pero uno de los detalles que hacían especial, al menos para mí, esa sección de música eran como unos tótems en donde dejaban discos para escuchar y que eso incentive a su compra. Y dentro de ellos estaban las ediciones 1997 de los discos de Genesis. A ellos los tenía escuchados de sus épocas poperas y sabía que alguna vez fueron progresivos. Pero no me importaba tanto. De hecho, alguna vez había escuchado “The Return Of The Giant Hogweed” en un programa de Eduardo De La Puente (auspiciado por los cigarrillos Chesterfield) y me llamó la atención. Sin embargo, de esos discos había uno que me pareció llamativo por la tapa que simulaba grabados antiguos: se llamaba “A Trick Of A Tail”. Me puse los auriculares y los primeros segundos me impactaron, como si fuera una bomba. Le siguieron los demás y cuando llegué al último tema, “Los Endos”, la cabeza directamente me explotó, en especial con el último minuto y el mellotrón como protagonista y su coda con “Squonk”. Así como con Zeppelin, esta fue la primera vez que escuché en serio a Genesis. Y a partir de ahí todo cambió.
La música nos cuenta cosas, pero nosotros también hablamos a partir de ella.
Algunas recomendaciones
Con el mismo fin, pero en sentido artístico, Manuel Duarte desarrolló en “Puntualmente las orejas” (editado en 2022 por Kintsuji Editora) una especie de playlist de canciones y poemas que charlan con su experiencia. Representante de una obra poética de calidad en nuestro país, Duarte enfocó en obras de Joni Mitchell, Pink Floyd, Childish Gambino, Keith Jarrett, Stevie Wonder, entre otras, para contar vivencias y revelaciones con amigos y amigas. Pensar en “31 canciones” de Nick Hornby es obvio, pero Duarte trabajó su libro como un viaje, desde la noche hasta el alba, atravesando el sueño. La música como experiencia nocturna, eligiendo puntualmente las orejas, para atravesar las horas. El libro está dividido en tres partes: “Si la música espeja”, “Como un blues” y “De la ilusión volvemos”. La segunda parte se diferencia de las otras dos (que son prosas poéticas) porque son poemas que se desarrollan en sueños, donde Rudi y el artista describen sus escenarios. Las otras dos partes, tienen la música como base para sus experiencias. La música como intermediario entre lo superficial y lo reflexivo. No duden en comprar el libro y en escuchar la playlist que dejó en Spotify. Ustedes también tendrán su viaje. Dejo tres poemas:
JONI MITCHELL HALLÓ SU PERSONALIDAD porque su mano no alcanzaba los acordes que le surgían en la cabeza: buscó entonces afinar las cuerdas reduciendo tensión, y así los acordes de la guitarra coincidieron con los acordes de la cabeza. Joni Mitchell es ese desfasaje. Joni Mitchell entendió qué tenía en la cabeza gracias a la rigidez de su mano, y qué tenía en la mano gracias a la amplitud de su cabeza. Mientras Rudi escucha Hejira, se mira en el espejo. Puntualmente las orejas. Orejas suaves como el algodón. Orejas rojas a veces grises y plateadas. Orejas tibias con manchitas tenues en color caramelo. Y piensa que ella misma es la distancia del corazón a las orejas. Y que en el medio está Mitchell, que siempre arrima una cosa a la otra. * CUANDO STEVIE WONDER PROTESTA todo el mundo baila. Así fue Living for the city: al grabar las voces, los productores constantemente lo interrumpían para que cantara enojado. Si estaba enojado, dice Rudi, fue el enojo más alegre que escuché. Una emoción que en los pies sigue siendo: Stevie es el baile, cerrar de ojos para ir más allá; pueden ser las orejas ojos cándidos, pícaros, con cejitas de bambú. Donde Rudi me mira, no ve nada. * FLOTO, ENTONCES SÉ que estoy en el tercer sueño: escucho algún blues sobre el mar y como el agua el canto me conduce hacia la orilla donde dunas parecen hombros tristes y azucarados. Va a amanecer cuando la playa es amapolas rojas, campos infinitos en flores y colinas entonces ya no hay más dunas, tampoco más playa. Hay los fresnos y lapachos que me cantan canciones que borrando su cuerpo se construyen uno cuando oigo mi voz, mi propia voz que canta ese blues aunque cada vez más lento, más bajo y más solo y más lento. Rudi, Rudi…digo y ya sé: Rudi no está, está este campo que girando miro y avanzo como el mar sobre las flores y caballos y flores, tantas flores. El sueño se termina pero yo no puedo despertar. Todo es silencio. Todo es mar, piedras y silencio. Rudi, digo así, bajo el agua, Rudi, Rudi…
En la escena musical en vez de Argentina nos vamos para Polonia, con músicos que hacen música argentina. Semanas atrás, mi amigo Christian Martínez me pasó el contacto de una banda que se iba a presentar en Bebop para tocar canciones de su reciente disco llamado “Tanuevo”. Cuando los muchachos subieron al escenario, encontramos un grupo fascinante que tenía bien aceitado el sonido al estilo Piazzolla. El grupo se llama Bandonegro y se formó en 2010 en Poznan, a 300 kilómetros de Varsovia. Siempre surge algún orgullo cuando escucho a músicos de latitudes tan lejanas tocar música de Astor Piazzolla o de algún otro compositor argentino, porque pienso hasta dónde llegó su arte, pero también surge el inevitable pensamiento de que este siglo trajo sus nuevas formas de conocer música, sea en la primera década con las descargas en mp3 o bien con las plataformas como Spotify. La obra de Piazzolla y su estilo es tan simbólico que seduce a cualquiera que tenga ganas de conocerlo. Así le pasó a estos cuatro músicos: Michał Główka en bandoneón, Jakub Czechowicz en violín, Marek Dolecki en piano y Marcin Antkowiak en contrabajo y principal compositor. Recibidos de los conservatorios de Poznan y Bydgoszcz, editaron hasta la fecha cinco discos: “Tanchestron” (2017), “Hola Astor” (2019), “Tangostoria” con la colaboración de Andrés Martorell (2020) y “Color Aires” (2022) antes de este notable “Tanuevo” que el Club del Disco editó. Con las colaboraciones de lujo de Daniel Pipi Piazzolla y el maravilloso Lucio Balduini, el cuarteto volvió a un sonido jazzero que le dio un brillo mucho más porteño a las diez canciones en sus 46 minutos, compuestas todas por Antkowiak (salvo la notable versión de “Buenos Aires Hora Cero”). El grupo tiene el sonido de la ciudad de Buenos Aires en su música, del mismo modo que Chopin estaba insertado en las composiciones de Astor, por lo que la unión entre Argentina y Polonia en este caso, termina siendo un abrazo. Y de ese afecto por la música y el estilo de Piazzolla se nutre el disco que recomendamos de manera ferviente.
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